lunes, enero 18, 2010

HAITÍ

Hace bastantes años escribí un poema titulado "Para cenar: cadáveres", en el que ironizaba sobre la capacidad de la televisión para ponernos, cada noche, un muerto sobre la mesa.
La costumbre no se ha perdido; son miles los muertos que hemos visto, víctimas de un desastre natural, de un atentado, o de cualquier accidente de circulación; de modo que podemos sacar algunas conclusiones.
Si la noticia viene de un país desarrollado, los muertos existen pero, en la mayoría de las ocasiones, no los vemos. Un claro ejemplo de lo que digo fueron los atentados ocurridos en las Torres Gemelas aquel fatídico 11-S.
En cambio, si el desastre se ha cebado con un país subdesarrollado o claramente empobrecido, los cadáveres abundan en las más insospechadas posturas, con toda su crudeza, como vemos estos días en las calles de Haití.
Han pasado seis dias desde que aparecieron por televisión las primeras imágenes, y la situación es distinta. Si en un principio aderezaron nuestra cena con la dolorosa paz de los muertos, ahora amenizan nuestro desayuno con la extrema violencia de los vivos, y, en medio de todo este dolor y todo este caos están los periodistas, miles de periodistas de cientos de países, retransmitiendo para todos nosotros lo que ya preconizó Tavernier que sería el gran espectáculo televisivo: la muerte en directo, el hombre siendo un lobo para el hombre, en prime time.
Ante esta avalancha de la muerte televisada, de la ira, de la miseria, del hambre y de la sed de miles de personas que saben que no muy lejos de su desgracia hay suficiente comida y bebida almacenada para seguir viviendo, al menos, unos días más, el ciudadano se siente indefenso y, a veces, culpable, y no tiene otro medio de hacer frente a su indefensión y a su culpabilidad que ingresando el dinero, que insistentemente le piden para paliar esta desgracia de magnitudes incalculables, en una cuenta de una ONG.
Siempre nos queda la duda de si llegará o no llegará a su destino, pero es imposible saberlo; al menos, es imposible saberlo ahora, en caliente, cuando no vemos otra cosa que cuerpos malamente incinerados, casas derruídas, niños heridos, mujeres llorando y hombres en pie de hambre, en pie de guerra.
Hoy nos dicen que hay que enviar miles de soldados para guardar el orden y poder repartir la ayuda entre los supervivientes del terremoto. Algunos apuestan por un Protectorado Norteamericano y muchos hacen hincapié en que miles de presos han escapado de las cárceles y han tomado las calles.
De manera que el espectáculo se complica pero continúa.
Si analizamos las imágenes que retransmiten los canales de televisión, con sus equipos de profesionales en Puerto Príncipe, lo primero que nos choca es el contraste entre la pulcritud y el acicalamiento de la mayoría de los reporteros y reporteras, y la miseria circundante. ¿Qué les hace cambiar, de pronto, el ambiente perfumado de los platós por los aires podridos de cadaverina de la urbe haitiana? No lo sé. Con el tiempo es posible que aparezcan libros sobre la tragedia, que algún periodista consiga el Premio Pulitzer u otro de igual prestigio, que ascienda en su escala profesional, como un militar asciende en acciones de guerra, o que se quede allí, años y años, ayudando.
Lo que es evidente es que, hoy por hoy, los que tienen agua para ducharse, un móvil para hablar con la familia, comida y bebida sin necesidad de moverse de su zona de seguridad, algo de ropa para cambiarse y un billete de regreso, son sólo ellos: los periodistas y los militares, el personal de las ONGS y los gobernantes que se acercan a su territorio con un mensaje de solidaridad.
Los demás aún siguen a su suerte, a su mala suerte.

Felipeángel (c)


No hay comentarios: